Es más fácil dar una respuesta acertada a esta pregunta si la consideramos dentro del contexto inmediato y global del evangelio según el apóstol Juan. La palabra “nacer” (guennaō = γεννάω) está ocho veces en Juan 3.3-8. Significa “nacer” o “engendrarse” y aparece por primera vez en lo que se ha llegado a conocer como el “prólogo” de Juan, los primeros dieciocho versículos del evangelio, 1.1-18. Aquí se presentan los conceptos claves que el apóstol Juan desarrolla a lo largo de su libro. Por ejemplo, la primera vez que se habla de “nacer” se encuentra en esta presentación inicial del evangelio en 1.11-13:

La Palabra vino a lo suyo, pero los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su nombre, les dio la potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados (guennaō) de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios”. (Reina Valera Contemporánea).

Este es el mismo término (guennaō) que luego aparece 8 veces en Juan 3.3-8 donde se traduce como “nacer”. Incluso también está traducido como “nacer” en el 1.13 en algunas versiones, como por ejemplo, La Biblia de las Américas:

“Pero a todos los que le recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creen en su nombre, que no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios”.

Veamos los puntos en común entre estos versículos del prólogo, que sirve de introducción a todo el evangelio, y el diálogo entre Jesús y Nicodemo en Juan 3.

(1) Como primer paso para establecer paralelos entre Juan 1 y Juan 3, es necesario detenerse en una frase que llama la atención en el 1.13, es decir, “no nacer de sangre”. Las dos frases siguientes explican su significado en el contexto: “ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón”. Es decir, no es un nacimiento que tiene su origen en la concepción física, así como somos engendrados todos nosotros. 1 En cambio Juan 1.13 aclara que nuestro nacimiento físico no nos da derecho a ser “nacidos/engendrados” de Dios. Nacer o ser engendrado de Dios no es lo mismo que “nacer de la carne” (1.13); de la misma manera Jesús aclara que nacer del Espíritu no es lo mismo que “nacer de la carne” en el 3.6. La persona que cree puede “nacer de Dios” (capítulo 1); este es el “nuevo nacimiento” del Espíritu (capítulo 3).

(2) Siguiendo con la idea de lo que no es nacer de Dios, y luego de lo que sí es, Juan explica que no se trata de nacer porque “el hombre” o “la carne” desea este nacimiento. En el 1.13 literalmente dice, “no de voluntad de carne ni de voluntad del varón”. El sustantivo “voluntad” (thelēma = θελημα) en el 1.13 encuentra su paralelo en el verbo “querer” (thel = θελω) en el 3.8, donde Jesús hace un juego de palabras con la palabra pneuma (=πνευμα, que significa “espíritu” o “viento”). Así, en Juan 3.8 donde se traduce normalmente, “el viento sopla donde quiere”, el doble sentido del griego da a entender también “el Espíritu sopla donde Él quiere”, o “donde [va] su voluntad”. Este doble sentido en griego no se mantiene fácilmente en las traducciones al castellano. Podríamos sí mantener el paralelismo del griego si tradujéramos las frases mencionadas de Juan 1.13 y 3.8 de la siguiente manera:

“nacen . . . no por la voluntad de la carne ni la voluntad del varón sino por la voluntad de Dios”. (1.13)

“el Espíritu sopla donde [va] su voluntad . . . así son los que nacen del Espíritu”. (3.8)

Para clarificar aún más el paralelismo entre ambos pasajes, podemos extender la comparación del 1.13 para incluir el 3.6.

“nacen . . . no por voluntad de la carne ni voluntad del varón sino por la de Dios”. (1.13)

“Lo que nace de carne, es carne; lo que nace de Espíritu es espíritu [. . .] El Espíritu sopla donde (dirija) su voluntad, así son los que nacen del Espíritu”. (3.6-8)

Es necesario, entonces, mencionar este doble sentido de la palabra pneuma (= πνευμα espíritu/ viento) para ver el paralelo entre ambos pasajes: Juan 1.13 habla de un nacimiento conforme a “la voluntad de Dios”; Juan 3.8 habla del “querer” o la “voluntad del Espíritu”. Así son los que “nacen del Espíritu”. Ambos pasajes hablan de un nacimiento que no tiene su origen en la voluntad de los hombres sino en la de Dios / el Espíritu. Para enfatizar, ambos pasajes dicen que este nacimiento no es “de la carne” (1.13, 3.8), sino de Dios (1.13), es decir, “del Espíritu” (3.8).

¿Qué otros paralelos podemos encontrar entre Juan 1.11-13 y Juan 3?

(3) Ambos pasajes hablan de la necesidad de “creer”. Los que “creen” en Jesús, quien hizo el mundo y estaba en el mundo (1.10, 1.12, ver 1.3) recibieron el “derecho” o el “poder” de llegar a ser “hijos de Dios”. Estas personas son las que pueden nacer de Dios. De la misma manera, el diálogo con Nicodemo termina con la idea de que los que “creen” en el Hijo del Hombre pueden tener “vida eterna” 3.14-15. ¿Tiene alguna importancia el hecho de que en estos pasajes se hace hincapié en la necesidad de “creer” para ser hijo de Dios? Sí, porque justamente “creer” que Jesús es el Hijo de Dios para tener vida eterna es la finalidad de las señales que registró Juan en su evangelio (ver Juan 20.30-31). Nicodemo y sus contemporáneos reconocen la autenticidad de las señales, ¿pero creen que Jesús es el Hijo de Dios? Ambos pasajes mencionados aquí (1.11-13 y capítulo 3) hablan del impacto de Jesús entre los suyos. Llegó al propio mundo que Él hizo, vino a los suyos, y los suyos “no lo recibieron”. (1.12). Asimismo, en Juan 3, uno de los suyos, Nicodemo, un principal entre los judíos, se acerca a Jesús para averiguar bien quién es. ¿Pero lo “recibirá” realmente? Empieza la conversación con una afirmación: “Rabino, nosotros sabemos que eres un maestro venido de Dios….porque nadie podría hacer las señales que tú haces a menos que Dios estuviera con él” (Juan 3.2). Nicodemo se acerca a Jesús como rabino que busca ser enseñado por otro rabino. Va a Jesús “de noche”, probablemente para no identificarse ante sus colegas, los otros principales entre los judíos, como demasiado simpatizante de este rabino tan particular. Este acercamiento encubierto es la primera evidencia de que no cree del todo en Jesús, más allá de verlo como un maestro venido de Dios. No cree al punto de estar dispuesto a arriesgarse por él delante de sus pares. En la conversación que sigue, Jesús explica hacia dónde apuntan estas señales, las cuales fueron reconocidas, por Nicodemo junto con sus contemporáneos, como procedentes “de Dios”. Desde un primer momento, Jesús como maestro le enseña a Nicodemo acerca de la necesidad de nacer “de nuevo”. Este término (anōthen = ανωθεν) es otro juego de palabras en el griego. Además de “de nuevo”, también es “de arriba”. Por ejemplo, un poco más adelante, en Juan 3.31, donde no es posible la traducción de este término como “de nuevo” anōthen (= ανωθεν) se traduce directamente como “de arriba”:

“El que viene de arriba, está por encima de todos; el que es de la tierra, es terrenal, y habla de cosas terrenales; el que viene del cielo, está por encima de todos”.

En este versículo Juan Bautista afirma que él es de la tierra; en cambio, Jesús es “de arriba,” es decir, “del cielo”. Juan habla de las cosas “terrenales”, ¿Jesús también? No, cuando en el 3.31 Juan Bautista afirma hablar sobre cosas “de la tierra” es un contraste con cosas “de arriba”, “del cielo”, las cuales Jesús acababa de comunicar. Estas verdades “de arriba” (o “del cielo”) las encontramos en el diálogo entre Nicodemo y Jesús. Jesús primero dice que es necesario nacer “de arriba” (o “de nuevo”) en el 3.3 y 3.7. El doble sentido del término anōthen (= ανωθεν) comunica tanto “de arriba” (“del cielo”) como “de nuevo”. Nicodemo no interpreta el “doble sentido” (“de nuevo” y “de arriba”) sino más bien el sentido más evidente, el de “nacer de nuevo” en su sentido terrenal y por eso cuestiona lo que Jesús está diciendo en el 3.4 y 3.9. Jesús nuevamente utiliza un ejemplo con doble sentido, uno terrenal y otro celestial (“de arriba”), en el 3.8: el del viento que sopla (terrenal) o el Espíritu que sopla (celestial). Sigue usando el doble sentido cuando habla de “escuchar el sonido” del viento; aquí “sonido” es la palabra φωνη (= foné), cuya primera aceptación es “voz”. Por lo tanto, “escuchar el sonido del viento” (sentido terrenal), bien podría entenderse en griego como “escuchar la voz del Espíritu” (sentido celestial). Nuevamente, Nicodemo queda perplejo y no capta el doble sentido. Seguramente era imposible captarlo, y ahora procederemos a ver por qué. En la interpretación de este pasaje, es necesario prestar atención a las experiencias humanas de Nicodemo: “oye” el viento, pero “no sabe” de dónde viene o dónde va. También sabe lo que significa “nacer”, como producto del querer del hombre, y desde el vientre de la madre. Él se remite a sus conocimientos para intentar entender a qué se refiere Jesús. No obstante, sus experiencias son “terrenales”; Jesús no puede explicarle algo “del cielo”, porque no lo entendería (3.12). De hecho, solamente alguien que “ha bajado del cielo” podría entenderlo, y ninguno ha estado en el cielo para entender lo que significa nacer “desde arriba” (3.13). Sin embargo, Jesús le afirma que está hablando de lo que sabe, de lo que ha visto, expresándose en plural, “nosotros hablamos de lo que sabemos” y “damos testimonio” (3.10), donde el plural se referiría probablemente a Jesús, su Padre y al Espíritu2. Como Él es “de arriba”, habla de las cosas del cielo (3.31). Así como Nicodemo había reconocido en el 3.2, Dios estaba con Jesús. Por eso Jesús puede decir que “hablamos” y “atestiguamos” de lo que “conocemos”. El Hijo de Hombre será levantado. Jesús en el diálogo con Nicodemo ahora se identifica como el “Hijo del hombre” que ha bajado del cielo y puede hablar de cosas celestiales (3.11-13). Como un enviado del cielo, Jesús es el “maestro que ha venido de Dios”, así como Nicodemo había reconocido al comienzo de este diálogo (3.2), pero él no entendió que este maestro es el “Hijo del hombre”; tampoco para Nicodemo era posible captar la misión de Jesús. No obstante, Jesús le da una pista que, como maestro de Israel, Nicodemo sí podría entender: la historia de la serpiente de bronce en Números 21.4-9. Así como los que “miraron” a la serpiente levantada en el asta “vivieron”, los que “creen” en el Hijo del Hombre “levantado” tendrían vida eterna (3.15). “La serpiente en el desierto” era un ejemplo “terrenal” que apuntaba a una verdad celestial todavía lejos de la comprensión de Nicodemo. Sin embargo, en este punto del evangelio todavía falta mucho para que el Hijo del Hombre sea “levantado”, y por lo tanto, a pesar de ser maestro de Israel, todavía no era posible para Nicodemo relacionar el “Siervo levantado”, de Isaías 52.13, con el “Hijo del hombre”, de Daniel 7.13-14 que vendrá en gloria. De hecho, solamente si seguimos la idea de “ser levantado” a lo largo del evangelio de Juan, podemos entender que con esta expresión Jesús se refiere a la glorificación que recibe al regresar al Padre, siguiendo el camino de su muerte en la cruz y la resurrección posterior (ver Juan 8.28, 12.32-34; Juan 13.1, 17.11). Lo claro de Juan 3.1-16 es que a lo largo de este pasaje, Jesús responde a Nicodemo. Por lo tanto, la clara referencia a la “vida eterna” en Juan 3.15 sitúa este tipo de vida dentro de la enseñanza que Jesús facilita acerca del nuevo nacimiento en este diálogo. La vida eterna (3.15-16) comienza con un nuevo nacimiento. El nuevo nacimiento es posible, uno tiene derecho a este nacimiento, si uno cree que Jesús, el Hijo del Hombre, fue levantado. En este contexto debemos volver a la última coincidencia mencionada entre Juan 1 y Juan 3: el verbo “creer”. Los que “creen” tiene derecho de llegar a ser hijos de Dios (Juan 1.11); pueden a llegar a ser “hijos” creyendo en el Hijo del Hombre, identificado en el 3.16 como Hijo de Dios, naciendo de nuevo para tener vida eterna (Juan 3.3-16). La vida eterna por medio de creer en Jesús como Hijo de Dios comienza con el nuevo nacimiento del agua y del Espíritu. ¿Jesús se refiere al bautismo cristiano cuando menciona “nacer de nuevo del agua y del Espíritu”? Obviamente, Nicodemo no lo entendería así en ese momento. Tampoco comprendería en ese momento lo que significa “creer” que el Hijo del hombre tendría que ser “levantado”: Jesús no había sido levantado en la cruz todavía, como paso necesario para su glorificación. Sin embargo, Jesús con frecuencia menciona la salvación futura en contextos donde todavía no es posible entender a qué se refiere. Por ejemplo, en el capítulo anterior, dijo “destruyan este templo, y en tres días volveré a levantarlo” (2.19), refiriéndose a su cuerpo resucitado (2.21), una verdad que sus discípulos entendieron cuando Él resucitó. De hecho, las autoridades judías no entendieron las palabras de Jesús en este momento (2.20); los discípulos sí las entendieron después de la resurrección del Señor. De la misma manera, con respecto a la llegada del Espíritu, Jesús la anunció antes de que sucediera o fuese posible entenderla, como leemos en Juan capítulo 7.37-39:

Y en el último día, el gran día de la fiesta, Jesús puesto en pie, exclamó en alta voz, diciendo: Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba. El que cree en mí, como ha dicho la Escritura: «De lo más profundo de su ser brotarán ríos de agua viva.» Pero Él decía esto del Espíritu, que los que habían creído en Él habrían de recibir; porque el Espíritu no había sido dado todavía, pues Jesús aún no había sido glorificado.

A pesar de que no es posible entender sus palabras en el momento de anunciarlas, Jesús relacionó “creer” con “recibir” al Espíritu Santo en este pasaje. Lo compara con experimentar interiormente “ríos de agua viva”, pero esto sería solamente posible después de su muerte y resurrección (es decir, su “glorificación”). De la misma manera él ya había hablado del “agua vida” en su encuentro con la samaritana en el capítulo 4, donde le anuncia la posibilidad de un “manantial de agua vida” que “brotará para vida eterna” en su interior (4.10, 4.13-14). Obviamente, la mujer no entiende, igual que en el diálogo anterior, Nicodemo tampoco entendió las palabras referentes al Espíritu. Ahora frente a la samaritana, Jesús se identifica como “Yo Soy…el que habla contigo”, no solamente afirmando que Él sí es el Mesías (4.25-26), sino también dándole a la samaritana más información acerca de la Identidad del Mesías que ella podía entender en ese momento. Después, en el capítulo 7 Jesús vuelve a hablar de “ríos de agua de vida” en el 7.37-38, donde Juan aclara que se refiere al Espíritu Santo que los creyentes recibirían después de la glorificación de Jesús. Así como Nicodemo no podría entender la realidad de “nacer de agua y del Espíritu” por medio del creer (3.3-16), la mujer samaritana (y todos los presentes en capítulo 7) tampoco podrían entender que “agua de vida” se refería a la recepción del Espíritu también por medio del creer. Como parece ser habitual en la enseñanza de Jesús, Él enseña verdades eternas, “cosas de arriba”, que no pueden entenderse durante su ministerio terrenal porque todavía no se había cumplido su misión de morir y resucitar, ofreciendo de este modo la vida eterna a la humanidad. Como se trata de verdades “celestiales” haría falta que se abra el camino al cielo y a la vida eterna para que se interpreten debidamente. De hecho, Jesús avisó a sus apóstoles que había muchas cosas que aún no podían entender durante su estadía terrenal con ellos (Juan 16.12-15) y que el Espíritu de la Verdad, al venir les enseñaría todo (Juan 14.25). Puesto que el Espíritu Santo llegaría solamente después de la glorificación de Jesús (Juan 7.39), debemos buscar en la historia de la iglesia después de su resurrección la explicación del pasaje acerca del nuevo nacimiento del agua y del Espíritu por medio del creer, un nacimiento desde “arriba” con el cual comienza la vida eterna (Juan 3.3-16). La experiencia posterior que viviría la iglesia estaba tan cercana a los momentos en que Jesús transmitía sus enseñanzas que a veces le escuchamos decir, “Viene la hora…”, refiriéndose a un tiempo próximo en que estas enseñanzas se convertirían en una nueva realidad. Por ejemplo a la samaritana le informa que “viene la hora…” cuando ya no se adoraría a Dios en un templo material (el de Jerusalén o el Monte Guerizim en Samaria), sino en Espíritu y verdad (Juan 4.23), refiriéndose al comienzo de la iglesia con la llegada del Espíritu Santo en Pentecostés, pocas semanas después de su resurrección. De la misma manera, a un grupo de líderes religiosos, Jesús les advierte “viene la hora y ahora es cuando los muertos escucharán la voz del Hijo de Dios y los que oigan vivirán” (Juan 5.25), continuando con la idea del versículo anterior, “el que escucha mi palabra y cree en aquel que me envió tiene vida eterna y no será juzgado, porque ha pasado de la muerte a la vida” (Juan 5.24). Aquí encontramos otra referencia a la “voz” divina que trae vida eterna. Así como vimos que los que escuchan la voz del Espíritu nacen de nuevo, creyendo para comenzar la vida eterna, los que escuchan la voz del Hijo y creen “tienen vida eterna”. El hecho de “pasar de la muerte a la vida” (Juan 5) es otra manera de hablar de “nacer de nuevo” (Juan 3). Ambos capítulos (Juan 3 y Juan 5) hablan de la vida eterna por el creer que Dios envió a su Hijo para salvarnos, una vida que comienza con un nuevo nacimiento. Se refería a una realidad tan cercana en el tiempo al momento en el cual Jesús la revela que Él puede decir “viene la hora y ahora es…” Varios párrafos del Nuevo Testamento que surgen de la experiencia de la iglesia después de la ascensión de Jesús y la llegada del Espíritu hablan del bautismo como el punto en el cual por medio del creer en la muerte y la resurrección de Jesús, uno muere y resucita con Él, como se enseña en Colosenses 2.12. “Pasa de la muerte a la vida” (Juan 5.24). Al sumergirse y salir del agua, de acuerdo con el sentido primitivo de la palabra “bautizar”,3 el creyente en la muerte y resurrección de Jesús muere y resucita espiritualmente con Él, para comenzar una nueva vida en unión con Él como su Señor (Romanos 6.3-23). En ese momento, al creer en Jesús como Mesías crucificado, resucitado y exaltado a la diestra de Dios, uno se arrepiente de su vida vieja y se bautiza en el nombre de Jesucristo para comenzar una vida nueva, recibiendo el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo (Hechos 2.38-39). Así en el bautismo se “nace de nuevo” por medio de la resurrección de Jesucristo (1 Pedro 1.3, 3.21). Durante los primeros años del cristianismo, los ejemplos de conversiones muestran una marcada coincidencia entre “creer” para comenzar la vida eterna y el momento de “bautizarse”. Por ejemplo, en Hechos 16.30-34, el carcelero de Filipos y su familia podían “alegrarse de haber creído en Dios” solamente después de ser bautizados. Asimismo, el apóstol Pablo, seguramente “creía” en Jesús después de su experiencia en el camino a Damasco, pero tres días después, cuando vino Ananías a verlo, no se había “lavado de sus pecados” todavía. Debía “invocar el nombre” de Jesús, bautizándose para recibir este lavamiento (Hechos 22.16). Posteriormente, en Tito 3.3-7 Pablo seguramente se refiere a este “lavamiento”, que era común a todos los cristianos, y por medio del cual el Espíritu Santo nos regenera y nos hace herederos de la vida eterna, es decir, haciéndonos nacer de nuevo a la vida eterna. De la misma manera, es solamente después de la resurrección de Jesús que leemos de su mandato de hacer discípulos, bautizándolos en “el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mateo 28.18-20). Este mandamiento comienza a practicarse pocos días después en Pentecostés cuando los apóstoles predican la necesidad de arrepentirse “bautizarse en el nombre de Jesucristo” para recibir el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo” (Hechos 2.38-39). Pablo también relaciona el hecho de creer, la “fe4”, con el bautismo en Gálatas 3.26-27, afirmando que todos somos “hijos de Dios por la fe” porque al bautizarnos nos hemos “revestido de Cristo”. Es decir, la fe obra en el momento del bautismo para que uno se revista de Jesús y así llegue a ser hijo de Dios, recibiendo al Espíritu de adopción (Gálatas 4.5-6). Esto coincide con lo aquí expuesto sobre los capítulos 1 y 3 del evangelio de Juan: los que creen tienen el derecho de llegar a ser hijos de Dios, naciendo de Él. Este nuevo nacimiento es del “agua y del Espíritu”. El bautismo es el momento en el cual quien está preparado para creer en Jesús como Hijo de Dios, reclama su derecho y nace a una vida eterna, conforme a la voluntad de Dios, porque el Espíritu lo quiere. Pablo también afirmó que él había sido “crucificado con Jesús” y ahora “vivía por la fe en Él” (Gálatas 2.20), pero aclaró en Romanos 6.6 que esta “crucifixión” del viejo hombre es por medio del bautismo, por medio del cual se comienza una “nueva vida” (Romanos 6.4 y 4.6), muriendo y resucitando juntamente con Cristo5 . A lo largo de este capítulo se analiza la vida nueva, a partir del bautismo, la vida que se vive por medio de la fe y que se experimenta como la “vida eterna” (Romanos 6.23). Es decir, por más que la vida eterna comienza con el nuevo nacimiento por medio de la fe en la muerte y resurrección de Jesucristo, esa vida también se mantiene por medio de la fe, la fidelidad al Hijo de Dios: “El que Dios acepta como justo por la fe vivirá” (Romanos 1.17). Las enseñanzas acerca de la nueva vida, el nuevo nacimiento y la vida eterna en los escritos de los apóstoles, escritos que explican el evangelio a la luz de la realidad de la iglesia después de la resurrección del Señor, son enseñanzas que apuntan todas a la identificación del bautismo cristiano como el nuevo nacimiento, del agua y del Espíritu en Juan 3, el momento que uno hace valer el derecho de ser hijo de Dios al creer en Jesús como Hijo de Dios (Juan 1.12). ¿Ha nacido de nuevo usted del agua y del Espíritu? ¿Cree en la crucifixión de Jesús en nuestro lugar y su victoria sobre la muerte? ¿Cree que el Hijo de Dios tiene el poder para hacerle “pasar de la muerte a la vida” eterna (Juan 5.24), haciéndole nacer de nuevo al escuchar el llamado del Espíritu (Juan 3.3-8)? ¿No será la voluntad de Dios que usted haga valer su derecho de convertirse en su hijo, naciendo de nuevo del agua y del Espíritu para entrar en el reino?

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